Historias de engaño y traición del partido que se hace llamar ecologista

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En este adelanto del libro La mafia verde (Ariel) de Paula Sofía Vásquez Sánchez y Juan Jesús Garza Onofre, se desentrañan los orígenes del Partido Verde Ecologista de México y los inicios del pragmatismo político que lo han llevado a mantenerse por años en medio de un proceso electoral a otro.

Por: SinEmbargo

“El Verde Ecologista ha sido el único partido en México que ha ganado en cada sexenio de forma ininterrumpida, incluso cuando no consigue la victoria en las urnas”, escriben Paula Sofía Vásquez Sánchez y Juan Jesús Garza Onofre en el libro La mafia verde (Ariel), un trabajo que recorre los pasos del partido del tucán que hace llamarse ecologista.

El texto expone cómo la historia del Partido Verde Ecologista de México (PVEM) exhibe las fallas del sistema electoral nacional, en el cual un partido como este ha hecho de la político un negocio en el cual se ha aliado de las principales fuerzas políticas, como sucedió en 2000 cuando se alió con Vicente Fox y el Partido Acción Nacional (PAN); con los tres procesos presidenciales en los que acompañó al Partido Revolucionario Institucional (PRI) y recientemente con su alianza con Morena.

De esta manera, La mafia verde parte del fundador Jorge González Torres para después exponer los pactos y alianzas electorales de este partido cuyo pragmatismo le ha permitido estar con vida de un proceso a otro. Pero los autores también exponen los escándalos del PVEM como su expulsión de la asociación mundial de partidos ecologistas, los casos que involucran a sus militantes en muertes y tráfico de dinero, hasta las sanciones que ha recibido de las autoridades electorales por casos como el pago a influencers en las campañas.

SinEmbargo comparte en exclusiva para sus lectores un fragmento del libro La mafia verde (Ariel), © 2023, de Paula Sofía Vásquez Sánchez y Juan Jesús Garza Onofre. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Capítulo 1.

Los orígenes

¿Cómo surge un partido verde en México en la década de 1980? ¿De quién fue esa grandiosa idea? ¿Cómo emerge en ese contexto una combinación tan progresista como visionaria que supo hermanar las cuestiones ecológicas con las electorales? ¿Acaso en aquellos tiempos ya existía una sólida organización ciudadana que llevara las inquietudes ambientales a las urnas y los parlamentos? ¿Qué persona comprometida con el cuidado y conservación de la naturaleza se atrevió a liderar este movimiento? Sin demeritar el valioso trabajo que desde hace décadas realizan miles de activistas por el medio ambiente a lo largo y ancho de la República, lo cierto es que las cuestiones ecologistas difícilmente importaban en la agenda pública en aquella época.

El adelgazamiento de la capa de ozono y las especies en peligro de extinción eran hechos tan ajenos a las preocupaciones nacionales que en México, simple y sencillamente, resultaba fácil usar productos tóxicos y cazar jaguares a destajo en la selva Lacandona. Esta despreocupación por la ecología no era por inconsciencia social (como triste y lamentablemente sucede ahora), sino debido a una mera cuestión coyuntural, o más bien, de ignorancia colectiva.

La supuesta abundancia de recursos naturales, la falta de evidencia científica sobre la crisis climática y, sobre todo, los años previos al auge de la globalización, del capitalismo y de una desaforada producción en masa dispusieron el escenario para que el futuro del planeta no fuera un tema que causara angustia o ansiedad. En todo caso, se pensaba que era tarea propia de algunos cuantos hippies despistados, pero no de la ciudadanía ni mucho menos del Gobierno o los partidos políticos.

Libro revelador.

En ese entonces, las inquietudes en un país gobernado desde hacía décadas por la hegemonía de un solo partido eran otras, unas que, tal vez hoy, en el siglo xxi y 35 años después, sigan vigentes: la democracia y la garantía de los derechos, la economía, el empleo y la seguridad. Pero, como se dijo, el medio ambiente no era parte de la agenda. Y es que parece broma cuando se dice que los pioneros en popularizar este tema en el país fueron nada más y nada menos que unos antropomórficos, pintorescos y estrafalarios personajes liderados por un profesor de apellido Memelovsky.

El famoso programa infantil de la televisión mexicana, Odisea Burbujas (S. Roche et al., 1979-1984), planteaba una situación simple, pero con gran potencial didáctico: en su viaje por el tiempo y el espacio, los protagonistas de esta serie tenían que sortear las amenazas del Ecoloco, un villano que, bajo el lema “Mugre, basura y esmog” y cuya especialidad era contaminar el medio ambiente, boicoteaba sus aventuras.

Estas peculiares botargas impulsaron una mayor conciencia ecológica en la sociedad mexicana de ese entonces, incluso antes de la creación de un partido verde. Y es que, ¿cuáles eran las posibilidades de triunfo para una opción política marginal, cuya principal preocupación les interesaba a muy pocas personas? ¿Cómo hacerle frente al poder absoluto del pri? ¿Para qué intentar competir teniendo como bandera el ecologismo, sabiendo de antemano que, ante un sistema tan controlado y corrompido, incluso obtener un triunfo sería una batalla perdida?

De ahí que las preguntas que surgen en torno a los orígenes del primer partido ecologista en México se vuelven tan interesantes como sospechosas, por no decir turbias y contaminadas como el medio ambiente que desde hace décadas esta organización juró defender.

En su declaración de principios, cuando se relata la gloriosa historia oficial del Partido Verde Ecologista, se menciona que tuvo su origen en una modesta «brigada de vecinos de una colonia, como hay tantas en México, que sufrió la pérdida de sus espacios verdes», la cual representó la semilla «para el cambio pacífico de México» frente a los setenta años de gobierno de un mismo partido, el tan repudiado PRI que, paradójicamente, sería después su principal aliado. Sin embargo, aunque se encuentra edulcorada, es minimalista (censurada en sus aspectos más problemáticos) y, sobre todo, se encumbra hasta el peldaño más noble de la historia de la democracia mexicana; la versión oficial de los orígenes del Partido Verde —a diferencia de sus principios y fundamentos— no está repleta de mentiras.

Y es que, en efecto, en 1979, cuando un grupo de habitantes de varias colonias populares del sur del entonces Distrito Federal decidió organizarse para colaborar en la mejora de su comunidad, inconscientemente también se comenzó a incidir en la política de manera distinta a la acostumbrada en México, pues esas pequeñas acciones marcaron el incipiente florecimiento de un nuevo tipo de sociedad civil organizada, menos violenta que los movimientos estudiantiles y de izquierda que representaban una piedra en el zapato al poder desde antes de 1968, conformada por propietarios — irregulares, pero propietarios al fin— que demandaban de forma pacífica, ordenada y respetuosa con el Gobierno, la resolución de algunos asuntos puntuales.

Dichas actuaciones vecinales, que hoy en día parecen de lo más normales y que incluso los propios Gobiernos se encargan de organizar y promover, en aquellas épocas resultaban extraordinarias y sus implicaciones no eran menores. Y es que, acostumbrada la ciudadanía a un Estado autoritario en donde el abandono de sus necesidades básicas era algo habitual, llamaba mucho la atención que personas de barrios como los de Pedregales de Coyoacán, Santa Úrsula, Ajusco y Santo Domingo, cuyo único vínculo era pertenecer a un mismo comité de colonos, intentaran solucionar problemas cotidianos, como el establecimiento de mejores redes de drenaje y agua potable o la falta de áreas verdes y espacios deportivos. De esta primigenia unión entre vecinos surge una fuerte crítica a un gobierno que sostenía que los espacios de participación ciudadana debían limitarse a las urnas (las cuales, curiosamente, controlaban ellos); que, más allá de la falta de interés y de respuesta de las autoridades a sus exigencias, las personas no debían entrometerse en cuestiones públicas. El único que podía controlar y determinar lo importante para la sociedad mexicana era el Estado; cualquier presión externa se consideraba una amenaza o afrenta.

Por eso mismo resulta novedoso e importante el trabajo de estos grupos, pues, con el paso de los años, fueron mutando hasta convertirse en organizaciones de la sociedad civil con una gran capacidad de movilización. Colectivos como las Brigadas de Trabajo de los Pedregales o Democracia y Justicia Social llegaron a incidir directamente en decisiones como, por ejemplo, la anulación de un programa gubernamental que intentaba convertir un terreno anexo a una escuela en un depósito de basura. En retrospectiva, podemos decir que el primer acierto del futuro Partido Verde fue, precisamente, comenzar su andar en este tipo de organizaciones, que por su conformación, sus demandas y sus formas, no representaron para el poder una amenaza real, sino más bien, una oportunidad de lavarse la cara y construir una narrativa de apertura, tolerancia y cercanía con las expresiones ciudadanas.

Aun así, demandas de este tipo, aunadas a los altos niveles de contaminación y a los múltiples riesgos ambientales en los asentamientos humanos, se convirtieron en campo de cultivo para una creciente toma de conciencia por la preservación del medio ambiente en el entonces Distrito Federal, que desembocaría en la creación de organizaciones ecologistas de mayor tamaño. En dicho contexto surgió el Movimiento Ecologista Mexicano (mem), una especie de organización vecinal ampliada y, también, un grupo de presión política que se autodefinía como una asociación no gubernamental que buscaba incidir en cuestiones relacionadas con la protección de las especies en peligro de extinción y los ecosistemas amenazados de México; esto sin ayuda de organizaciones religiosas, partidos políticos o corporaciones multinacionales.

Dos personajes fueron cruciales no solo por ser los fundadores y líderes del movimiento, sino también porque sus visiones opuestas sobre las labores que este debería desplegar resultaron en la creación del Partido Verde: Alfonso Ciprés Villarreal y Jorge González Torres. El primero, pensando más bien desde una lógica apolítica, aseguraba que se debía evitar a toda costa transitar hacia una organización electoral, pues ello, además de traicionar la confianza de miles de mexicanos que habían elegido el camino del activismo y la acción social para transformar su entorno, sería contraproducente al restar votos a una asociación simpatizante de las causas ambientalistas. El segundo creía que el único camino para influir en esos temas era aprovechando la oportunidad de ocupar espacios en la administración pública; entonces, ambos coincidieron en que la creación de un partido sería la manera más eficaz para superar los obstáculos que se encontraban al tratar de proteger el medio ambiente.

El contraste entre una visión ajena a las grillas del sistema político mexicano y una mucho más arriesgada y activa respecto al rumbo que debería tomar la causa ecologista se explica en gran medida desde el pasado y la peculiar historia familiar de González Torres, en cuya figura resulta necesario centrarse para comprender esta atípica simbiosis. Por ello, antes de seguir con la trompicada historia del PVEM, detengámonos unos momentos en este actor que en los años ochenta solo ocupaba un lugar marginal en la política nacional y que, con el paso del tiempo, y gracias a oscuras negociaciones, terminó siendo protagonista al jugar un rol definitivo en la famosa transición hacia la democracia.

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